Acabo de vivir una escena que, al principio, me pareció espeluznante y que, ahora, no sé cómo calificar. Iba caminando hacia mi casa cuando me encontré con un hombre que, con su cinturón, azotaba las nalgas de un niño como de ocho años. Pese al tamaño mastodóntico del individuo, me atreví a increparlo.
—¡Pero, cómo es posible…!
El tipo, sin dejar de golpear al muchacho, me respondió:
—No se meta en asuntos que no son suyos. Debería saber que el padre de este bribón me rajó las ruedas de mi vehículo hace un momento.
Dediqué unos segundos a evaluar el peso de aquel argumento. No me pareció que tuviera entidad suficiente para justificar tamaña venganza y así se lo hice ver.
—¡Ponga una denuncia, por el amor de Dios, que para eso está la justicia!
Un viandante se acercó para afearme la conducta.
—¡Ja, la justicia! El señor tiene toda la razón —aulló, esgrimiendo el dedo índice en gesto amenazante—. Los padres empiezan acuchillando neumáticos ajenos y los hijos terminan vendiendo cocaína por los parques o, lo que es peor, dando clases de filosofía en los institutos.
Una patrulla de la policía municipal pasó cerca de nosotros y yo corrí, pidiendo a voz en grito que se detuviera. Expliqué lo que estaba sucediendo, pero el cabo me atajó de forma expeditiva:
—No siga, por favor, ya le he oído lo suficiente. La cosa no da para tanto alboroto. Nosotros vamos con prisa al otro lado de la ciudad.
Al parecer, un gato se había encaramado a lo alto de un magnolio y amenazaba con arrojarse al vacío. Los agentes iban a impedirlo.
Pedí disculpas y regresé al lugar del incidente. Comprobé que las pocas personas que se interesaron por la molienda habían tomado partido, definitivamente, por el hombre del cinturón. A mí me insultaron, me acusaron de buenista y de estar en contra de los coches y, en general, del progreso humano.
Un tanto confuso, convencido de que no podía hacer nada más, reemprendí el camino. Antes de entrar en mi casa, pasé por el garaje. Los neumáticos de mi Peugeot estaban intactos. Al menos por esa razón, pude suspirar con alivio. Aun así, no dejo de pensar si me habré vuelto un retrógrado.