(Un capítulo de “Gran Bar Distopía”)

Daniel Ellsberg (1931 – 2023), exanalista de inteligencia del ejército de los Estados Unidos, posee una biografía extraordinaria. Sin duda, pasará a la historia por haber sido la persona que filtró los famosos “Papeles del Pentágono”, sobre la guerra de Vietnam, que desenmascararon las manipulaciones del Gobierno de los Estados Unidos para sostener el conflicto y alargarlo ad libitum, y que permitieron a Steven Spielberg rodar una de sus mejores películas. Sin embargo, más importante ha sido su aportación a la Teoría de la Decisión, formulada en 1961 en un célebre artículo de título “Riesgo, ambigüedad y los axiomas de Savage”.

La Paradoja de Ellsberg, como se la conoce popularmente, parte de un curioso experimento que el sabio americano planteó a una multitud de personas. Es el siguiente.

Sabemos que una urna opaca contiene noventa bolas. También sabemos que treinta de ellas son rojas, en tanto que el resto está constituido por bolas amarillas y negras en una proporción que se desconoce. Con estos elementos, Daniel Ellsberg propuso un primer juego, que ofrecía dos opciones a quien quisiera ganar un premio: con la opción A, ganas si sacas una bola roja; con la opción B, ganas si sacas una bola amarilla. (En este punto, el lector debería abandonar la lectura para realizar su propia apuesta antes de seguir leyendo). A continuación, Ellsberg planteó un segundo juego: con la opción C, ganas si sacas una bola roja o negra, en tanto que, con la opción D, ganas si sacas una bola amarilla o negra. (Una vez más, es aconsejable que el lector tome su decisión en este momento; luego, si siente curiosidad, debe retomar la lectura).

Vayamos con los resultados del experimento. En el primer juego, la inmensa mayoría apostó por la opción A. En el segundo juego, la opción más solicitada fue la D. He aquí una paradoja que bien se merece el nombre de su descubridor. En efecto, en el primer juego, los participantes prefirieron el tercio de probabilidad de éxito que ofrecían las bolas rojas —30 sobre 90— antes que enfrentarse a la posibilidad de que el número de bolas negras fuera muy superior al de amarillas —por ejemplo, cincuenta y nueve negras frente a una amarilla, lo que convertiría la opción B en una insensatez—. Adviértase que, ante tal eventualidad —es decir, que hubiera muchas más bolas negras que amarillas—, en el segundo juego habría sido más lógico apostar por la opción C —treinta bolas rojas más la posibilidad de cincuenta y nueve bolas negras, es decir, casi el 100 % de posibilidades de éxito— que por la opción D, que solo ofrece la certeza de dos tercios de probabilidad —60 bolas negras o amarillas sobre 90—. ¿Qué fue lo que hizo que, en el segundo juego, los apostantes borraran de su subconsciente el argumento utilizado para resolver el primero?

La Paradoja de Ellsberg solo se entiende desde la psicología, no desde la estadística, y muestra que los individuos somos más intuitivos que razonables. Elegimos pisar tierra más o menos firme antes que adentrarnos en un territorio que podría ser pantanoso y hostil, aunque eso no lo sepamos a ciencia cierta en el momento de tomar la decisión. Como sentencia el refrán, es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. O, dicho de otra forma, preferimos el riesgo a la incertidumbre: el riesgo es conocido y puede medirse, como las bolas rojas; la incertidumbre, en cambio, esa que nos niega toda información sobre la proporción de bolas amarillas y negras, resulta incalculable. Frente al riesgo, cabe la prevención; ante la incertidumbre, toda precaución es poca. El riesgo produce adrenalina; la incertidumbre, cagalera. Por eso, las mejores historias de terror no muestran nunca la amenaza que acosa al protagonista y, si lo hacen, no nos dicen dónde está: juegan con nuestro miedo a lo desconocido. “Alien”, de Ridley Scott, o todo Lovecraft, son buenos ejemplos de cómo producir pánico con un simple relato.

Pero lo paradójico de la Paradoja de Ellsberg es que, si nos fiamos de nuestra experiencia global, el principio de prevención solo se manifiesta en las decisiones que toman los individuos cuando los efectos solo les afectan a ellos, pero no funciona con aquellas que la humanidad, como colectivo informal, adopta con relación a los grandes peligros. Al igual que la mecánica cuántica, la de lo infinitamente pequeño, contradice la newtoniana del mundo visible, tal parece que la psicología individual va por un camino —el conservador del riesgo—, en tanto que la colectiva prefiere otro muy distinto —la incertidumbre temeraria de las armas nucleares, la inteligencia artificial, las burbujas financieras o la manipulación genética, cuyas consecuencias últimas nos resultan tan desconocidas como, al parecer, indiferentes.

Algunos sociólogos sostienen que los grupos de más de ciento cincuenta personas han de estar férreamente amarrados por normas e instituciones si no quieren adentrarse en el terrorífico mundo de la ignorancia colectiva, vale decir, de la incertidumbre más suicida. Nos falta, pues, una teoría de la relatividad social que ralentice y acompase el ritmo de nuestro teórico progreso científico y técnico a la escala de estos seres pequeños, frágiles y necesitados de compasión que somos los individuos humanos. Hasta que ese Max Planck de la antropología no nos aporte algo de luz, la Paradoja de la Paradoja de Ellsberg seguirá siendo la gran amenaza de nuestra especie. Por el momento, debemos quedarnos con un dato inquietante: según cualificados estudios estadísticos, el uno por ciento de la población es psicópata, pero este porcentaje llega a cuatro en el conjunto de nuestros líderes, políticos, ejecutivos de empresa y cargos de alta responsabilidad. Algo tiene la sociedad, un tirón animal más que cachondo, que atrae a su cúspide a la gente más viciosa, temeraria y perversa. Y de ahí al caos solo hay un paso que muchos intentan franquear.