Ayer tuve una pesadilla. Soñé que era futbolista y que jugaba con la Selección Española la final de la Copa del Mundo contra Argentina. El partido se resolvía en la tanda de penaltis y a mí me tocaba lanzar el último, que era decisivo. Se me ocurrió tirarlo a lo Panenka, paradiña incluida, y el balón recaló mansamente en los brazos del portero rival. Tuve que salir del estadio escoltado por la policía y, durante un mes, la prensa deportiva me acusaba de haber infligido a la dignidad nacional la mayor afrenta de su historia. Todos exigían alguna parte de mi cuerpo; la cabeza es la única que podría especificar en horario infantil.
Tanta era la presión mediática que yo adiviné que a la tragedia aún le quedaba un último acto. En efecto, al cabo de unas semanas se supo que un espectador había sufrido un infarto mortal en el momento exacto en el que yo fallaba el penalti. Acto seguido, el juez García Castellón, de la Audiencia Nacional, me metía en la cárcel por terrorismo.
Sé que ningún sueño es premonitorio, pero yo aviso: tirar un penalti a lo Panenka puede tener delito. Allá cada uno si se la quiere jugar.