Hace unos días subí a un autobús atestado de gente. En un momento dado, una muchacha que se disponía a bajar en la parada próxima se dirigió en estos términos a un señor que bloqueaba la puerta:

—¿Me permite pasar, porfi?

A lo que el hombre reaccionó con lo que me pareció un mal gesto:

—¿Es que no sabes pedir las cosas por favor?

—Acabo de hacerlo —se defendió ella.

—¡Porfi no es por favor! Pretendes que lo parezca, pero no, no lo es. Y todo para ahorrarte una puñetera sílaba.

Entonces terció una señora que se acreditó como experta en semiótica y seguidora de Edward Sapir:

—La joven tiene toda la razón, caballero. La lengua evoluciona con el uso y debemos admitir…

—¡Ah, no, eso sí que no! —protestó un tipo con pinta de ser de la escuela de Corominas—. ¡Con esas declinaciones arbitrarias, la etimología como ciencia se va a la mierda!

Muy pronto, los viajeros se dividieron en porfistas y antiporfistas. Dos de ellos llegaron a las manos. Viendo que el ambiente se caldeaba, opté por apearme, pero estaba tan nervioso que, al poner el pie en el estribo, me flaqueó el tobillo, caí de bruces sobre la acera y tuvieron que ponerme seis puntos de sutura en la frente.

Dos días después, en el mismo autobús, escuché a un joven que le preguntaba a su compañero:

—¿Qué vas a hacer el finde?

Espantado, corrí hacia la salida, volví a tropezar y a caerme, y los seis puntos de la frente se convirtieron en doce. Mientras me ponía la nueva tanda, la enfermera me amonestó:

—Ya no tienes edad para andar dando saltitos, ¿te das cuen?

Sí, en efecto, estoy haciéndome mayor a pasos agigantados.