Vaya por delante que no domino las redes sociales. Sin ir más lejos, ni siquiera fui capaz de abrir mi página de Facebook. Lo hizo mi editor por mí.

Al principio todo fue muy bien. Yo enviaba peticiones de amistad a escritores conocidos y ellos me reenviaban a otros contactos con los que compartía sensibilidad literaria. Pero, un día, me llegó la propuesta de una joven de nombre exótico, escote vertiginoso y aficiones confusas y yo la acepté sin otra intención que la de no desairarla. De inmediato aparecieron tres o cuatro señoritas de perfil semejante. Pulsé el icono de “Confirmar amistad” y ahí se abrió una compuerta de consecuencias que, todavía hoy, soy incapaz de evaluar. Desde luego, las propuestas de amistades literarias desaparecieron de repente, acaso anegadas por otras de origen incierto. Ahora, casi todas me proponían sexo gratis. Eso sí, tenía que desplazarme a Singapur.

Cuando supe de la existencia de algoritmos y de robots comencé a rechazar sistemáticamente las solicitudes de amistad que me mosqueaban. Desde entonces, siguen llegándome proposiciones extravagantes, pero por oleadas de perfiles parecidos: primero, mujeres maduras de raza blanca; después, hombres maduros de raza negra, muchachos aficionados a la colección de cromos y, últimamente, señoras de mediana edad, centroamericanas y de fe entre católica y santera, que ilustran con imágenes de amaneceres radiantes, playas solitarias de belleza melancólica y auroras boreales cargadas de misterio. A todas digo que no, pero eso no desalienta al algoritmo, que continúa enviándome las propuestas más singulares.

Sospecho que los de Facebook están tratando de obtener mi retrato más preciso por medio del conocido método de “prueba / error”. Esto me desconcierta hasta el punto de que, últimamente, estoy rechazando casi todas las solicitudes de amistad, incluso algunas que parecen verosímiles y serias, nada más que por no ponérselo fácil a quien esté intentado colgarme una etiqueta.

¿Qué puedo hacer a partir de ahora? Francamente, no lo sé, no sé qué amistades me convienen y cuáles no. Dudo de mí mismo y, por eso, también he renunciado a pedir nuevos contactos. Empiezo a pensar que no soy nadie y que así, sin personalidad ni amistades, me irá mucho mejor.