Desde hace unas semanas, mi teléfono móvil intenta decirme algo que no alcanzo a entender: me borra mensajes, en ocasiones me obliga a pasar de nuevo por un largo procedimiento de ajustes, claves y contraseñas para acceder al correo de Gmail, desaparecen algunos contactos… Lo peor es que, con sospechosa perseverancia, viene avisándome de que no le queda capacidad de almacenamiento. “No eres tú, soy yo”, parece que me dice. Está saturado, reconoce. ¿De nuestra relación? No lo sé. Lo cierto es que, cada poco, borro lo desechable, sobre todo lo que más pesa: vídeos, audios, fotos, además de cookies y otras extravagancias de la informática que jamás comprenderé. Pero nada de lo que hago le resulta suficiente. Compruebo que acabo de liberar trescientos megas de espacio, pero al cabo de unos minutos el almacén vuelve a llenarse hasta el colapso. Sospecho que es el propio móvil el que abre todas las compuertas del software para anegar la memoria del aparato, pero luego lo pienso mejor y concluyo que eso no tiene sentido. En todo caso, no estoy en condiciones de echarle en cara nada porque soy muy torpe en materia de nuevas tecnologías y carezco de argumentos para la réplica. Tal vez, pienso, las cosas son como tienen que ser. Todo se acaba alguna vez.

Está claro que las cosas no van bien entre mi móvil y yo. Tendremos que hablar, si es que él quiere.

P.S.: Antes de publicar esta nota en mi web encendí el televisor para ver el informativo. Cinco minutos después, la pantalla me avisó de que se apagaría en otros diez si no pulsaba alguna tecla del mando a distancia. “No te atreverás”, le dije con aire desafiante. Pero sí, se atrevió. ¿Celos del móvil, tal vez? Tampoco lo sé, supongo que son cosas de la inteligencia emocional (¿o era artificial?) que yo no domino.