Como algunos de vosotros sabréis, la instrucción militar consistía, al menos cuando yo la sufrí, en un entrenamiento diario de lealtad al superior. El pretexto era el de que, en el desfile por la Jura de Bandera, nuestra Compañía habría de ser recordada como la más gallarda de la Historia de aquel Campamento.
Para alcanzar ese glorioso y motivador objetivo, los doscientos reclutas que integrábamos la unidad deberíamos aprender, todos a una, a marcar el paso con la elegancia, la precisión y el automatismo de un reloj suizo. (Perdón por la comparación tópica, pero no se me ocurre otra mejor). Los días consistían, pues, en largas sesiones de acatamiento a las órdenes más arbitrarias del instructor: “en formación, en marcha, uno, dos, uno, dos, fusil al hombro, descansen armas, vista a la derecha, descanso, en marcha, uno, dos, descansen, posición de saludo, uno, dos”.
El capitán que me tocó en suerte no se andaba por las ramas. Un día nos confesó que, en realidad, lo que se buscaba no era otra cosa que acostumbrarnos a obedecer a la voz de mando sin pensarlo dos veces, no fuera que, a la hora de asaltar una determinada posición del enemigo, nos acometiera alguna duda metafísica. Ese mismo capitán nos arengaba a primera hora de cada mañana con un sencillo discurso, fácil de entender: “¡Soldados, ¿qué somos?!”. A lo que nosotros debíamos responder: “¡Somos hombres, mi capitán!”. “¡No lo oí bien!”, nos replicaba. Y los reclutas repetíamos con grito marcial, el mentón bien alto, el rostro ofrecido al látigo del viento: “¡Somos hombres, mi capitán!”.
Por supuesto, el emplazamiento del oficial no era retórico, tenía sus implicaciones. Al preguntarnos por nuestra esencia (qué somos), nos preparaba para las consecuencias de tan enaltecedora respuesta: si éramos hombres, tendríamos que “echarle huevos” a la cosa, comportarnos con coraje, con rotundidad, sin reservas. Todo por la patria: “en marcha, uno, dos, uno, dos, fusil al hombro…”
Por suerte para mí, antes de toparme con aquel capitán, yo había sido alumno de Elías Díaz, catedrático de Filosofía del Derecho y uno de los mayores intelectuales que dio España en las últimas décadas. Él nos enseñó que, en el falso juego de las esencias, el ser está abocado a un cierto deber ser. Toda ontología deviene en deontología. Sin embargo, según nos explica “la guillotina de Hume”, el paso del ser al deber ser es, más bien, un salto en el vacío que, en asuntos vitales, resulta especialmente peligroso. Pensemos en lo que ocurre cuando nos reconocemos como españoles: ya vendrá alguien que nos dirá que, por lo tanto, debemos amar la caza, los toros y las procesiones de Semana Santa. Si no, es que no somos españoles. Los extranjeros, por supuesto, deben pasar por el aro si desean contar con nuestra benevolencia, esa que podemos administrar a nuestras anchas precisamente por tener la nacionalidad española. La deriva de tal argumentación la estamos viendo en vivo y en directo: para Putin, el hecho de que Ucrania sea rusa, según él, exige que los ucranios se comporten como rusos, por las buenas o por las malas. No es de extrañar que Putin sea uno de los más reputados miembros de la cofradía de los guardianes de las esencias.
Desde aquella magistral lección de Elías Díaz desconfío de todos los que me emplazan a definirme con una sola palabra. Es verdad que acabé jurando la Bandera, pero no lo hice por ser hombre, sino porque me lo impusieron. Fue una pena, pues la habría jurado igualmente si, en lugar de arrinconarme contra un discurso identitario, lleno de prejuicios, hubiéramos convenido en que aquel paño representaba algo distinto: el deseo colectivo de un mundo mejor, sin acotaciones ni fronteras que, ¡oh, casualidad! suelen estar al servicio de los que ocupan el lado bueno de la valla.