Como todo el mundo, no dejo a pensar en el daño global, insoportable, que está viviendo Ucrania por culpa de una camarilla de psicópatas egoístas comandados por Vladimir Putin. Pero creo que nada ocurre por casualidad. En 2005 publiqué la novela “La edad de las bacterias” (Editorial Lengua de Trapo). Recupero algunos párrafos:
“Tal vez seamos la ocasión perdida de la felicidad.
Para la ortodoxia darwiniana, el proceso evolutivo es gradual, continuo y en competencia, y está accionado por el motor de la selección natural. Desde este enfoque, evolución y progreso deberían ir indisolublemente unidos. Algunos datos, sin embargo, parecen desmentir tal ley. Stephen Jay Gould puso el ejemplo del falso pulgar del oso panda. Cuando este mamífero debió pasar de una dieta carnívora a otra herbívora, precisó de un dedo oponible al resto de los de la mano. Se trataba, ahora, de poder trepar por los árboles y asir las hojas del bambú. El problema era complicado: el anterior esfuerzo de adaptación, que le había dado unas garras perfectas para la caza, le ponía muy difícil el acomodo a la nueva demanda. Finalmente, tuvo que conformarse con el desarrollo del hueso sesamoideo radial, de la muñeca, a modo de sexto dígito. Resultó una solución chapucera, no más que para salir del paso, con la que el panda convive lastimosamente desde entonces.
La complejidad actual de la vida, con miles de especies y de subespecies animales y vegetales, algunas tan sofisticadas como la humana, no es, por lo tanto, signo de tendencia progresiva alguna sino, a lo sumo, el resultado de un proceso aleatorio y, a veces, frangollero. Gould escribió que «el hombre existe por circunstancias casuales, y si el árbol de la evolución se plantara nuevamente desde su semilla, probablemente no volvería a aparecer». De hecho, la vida se las arregló sin él la mayor parte de sus cuatro mil millones de años. Y lo hizo por medio de formas unicelulares, las mismas que hoy siguen existiendo pese a todos los cataclismos, y las mismas que existirán cuando no haya nadie que pueda contarlo. Esta es la única certeza, tan rotunda que, con Gould, puede decirse que esta etapa de la historia natural en la que ahora nos encontramos no merece ser llamada de otra forma que la edad de las bacterias.
El hombre, en este lapso, no aporta valor significativo alguno; es, apenas, una rara criatura desvalida y contingente, recién llegada al reino de los vivos. Nada indica, por demás, que pueda afianzar sus conquistas. Hemos ido adaptándonos de manera azarosa a las circunstancias de cada momento sin acabar de desprendernos de conquistas anteriores, hoy residuos imperfectos, adherencias inútiles, incluso contraproducentes. Así, por ejemplo, somos incapaces de olvidarnos de la violencia como recurso sistemático y no repelemos, sino al contrario, los ambientes hostiles, las conductas abismales, las respuestas rituales aunque notoriamente falsas. Admitimos que el odio sea una alternativa posible frente a la paz porque así necesitaron entenderlo nuestros antepasados. Por esa vía caminamos hacia nuestra destrucción. Lo sabemos con seguridad. Y, aun cuando disponemos de recursos intelectuales para hacer frente a esa amenaza, carecemos del instinto para activarlos porque venimos de otras guerras (territoriales, tribales, egoístas) que pesan sobre nuestra inteligencia como una losa”.