Lo dije en mi primer artículo: vivimos tiempos liminares. Hay un mundo enfermo, agonizante, amenazado por el cambio climático, las desigualdades económicas y sociales, la concentración de poder en unos pocos, el tablero inestable de las potencias tradicionales y emergentes y la capacidad de destrucción de determinado tipo de armas. Frente a este, avisando de su llegada, encontramos otro mundo posible, más amable, basado en el desarrollo científico y tecnológico, que promete energía infinita y muy barata, aumento de la esperanza de vida, recursos paliativos ante el inevitable sufrimiento individual o más tiempo para el ocio.

El camino de un mundo hacia el otro será tortuoso y habremos de hacerlo al andar, sin un mapa bien definido ni, mucho menos, unánimemente aceptado. Nos encontraremos con multitud de encrucijadas que serán como acertijos. Cada posibilidad de itinerario tendrá sus pros y sus contras, pero en algún momento habrá que optar.

Ante tanta incertidumbre, lo único que posee cualidad de certeza es que este viaje será colectivo, lo emprenderemos todos juntos. Resulta lógico imaginar, por tanto, que, a la hora de tomar decisiones, se producirán discrepancias, tanto más tensas y acentuadas cuanto más crítica sea la consecuencia de una determinada resolución. Tengo para mí que la creciente polarización política es, tal vez, la avanzadilla de este fenómeno ineluctable.

Con relación a ciertos campos de actividad muy específicos, como el de la salud pública o el medio ambiente, algunos organismos internacionales ya han dado guías de trabajo. Recuerdo ahora que el Consejo Europeo de diciembre de 2000, celebrado en Niza, adoptó el conocido como “principio de precaución” con relación al uso o consumo de productos o tecnologías no suficientemente testados. Me temo, sin embargo, que intereses muy poderosos están extendiendo a todos los ámbitos de la actuación humana la idea del derecho a un ejercicio omnímodo y “sin complejos” de la libertad. Como escribí en un anterior artículo (“No se puede orinar en ciertos sitios”), son los que llaman rancios y viejunos a quienes recuerdan que la humanidad entera navega en el mismo barco y que, en consecuencia, se debe actuar bajo el respeto de lo común, vale decir, que no podemos menoscabar ni poner en riesgo el cada vez más complejo sistema de equilibrios de nuestro planeta, entre los que la justicia, la equidad y la empatía son contrapesos esenciales de las desorbitantes amenazas que nos acechan en forma de oportunidades.

Para la cartografía del camino se necesitará cerebro, es decir, inteligencia. Para recorrerlo será imprescindible corazón, es decir, sentimientos que ayuden a arbitrar decisiones éticas. Pero sobre todo las tripas, es decir, las actitudes vitales, decidirán si al final del trayecto llegaremos todos o solamente los que más hayan corrido.

No las tengo todas conmigo, lo reconozco. Hechos aparentemente tan dispares como la fortificación de las fronteras, el miedo de los políticos a abordar asuntos cuyo periodo de maduración supere el plazo de una legislatura, el arrumbamiento de las humanidades en nuestros planes de estudio, la indiferencia ante el dolor de quienes aún tienen enterrados a sus padres o abuelos en fosas comunes o el éxito de las redes sociales para la propagación de falsedades por muy estúpidas y evidentes que resulten, son signos inquietantes de una manera de estar en el mundo ausente de compasión. Y, sin compasión, ¿qué será de nosotros? Porque todos nosotros la necesitaremos algún día.