La foto está tomada a cien metros de mi casa, pero podría poner ejemplos similares por doquier hasta llenar el almacén de mi teléfono móvil. El motivo central de la imagen es ese sendero oblicuo que corta y atraviesa un largo cordón verde, el cual separa la calzada para vehículos de la vereda que lleva hasta una plaza con árboles y parque infantil. Lo confieso: su trazado y ejecución son, para mí, un profundo misterio.

Resulta aceptable pensar que alguien, un día cualquiera, decidió que evitar el césped para llegar hasta la plaza (o hasta la calzada, en sentido contrario) resultaba un esfuerzo arbitrario y excesivo, por lo que decidió atajar. Para ello, ese individuo incierto tuvo que inventarse un camino y lo hizo, a buen seguro, de una forma caprichosa, sin recurrir a complejos algoritmos. Desde luego, su inicio y su fin carecen de una lógica que todos podamos admitir unánimemente. Por ejemplo, habría podido dibujar el mismo recorrido pero diez, quince o veinte metros más allá, o más acá. Pero no; lo hizo exactamente ahí, donde lo muestra la fotografía.

También resulta evidente que esa primigenia senda no pudo haber quedado marcada para los demás, a modo de guía o señuelo, tan solo con el primer paseo. Haced la prueba en un lugar menos vulnerable y veréis que eso es imposible. Sin embargo, la línea imaginaria de tal trazado tuvo que ser machaconamente pisada, una y otra vez, seguramente por decenas de personas, antes de convertirse en el camino notorio que ahora invita a ser recorrido sin el menor escrúpulo.

Carezco de explicación al enigma. Desde luego, me niego a creer en el azar pero, también, a que, tras este misterio, se encuentre una banda organizada dedicada a tan estrafalarios sabotajes. Más bien, debe de existir una Ley Universal de la Espontaneidad Humana que nadie ha formulado aún, al menos que yo sepa, y que daría cumplida cuenta del suceso. Espoleado por el horror vacui que me produce tanta incógnita, me atrevo a avanzar un enunciado de esa ley, conforme al cual, “si se trata de atajar, no hace falta ponerse de acuerdo para destrozar lo común”.

Si se confirmara esta hipótesis, el planeta entero estaría amenazado, dada la cantidad de atajos que nuestra forma de administrar sus recursos ofrece. Cruzada, por demás, con el descubrimiento publicado en mi anterior artículo (“si puedo, se puede”), el panorama pinta sombrío.

No sé a vosotros pero, a mí, todo esto me da miedo, mucho miedo.