Un hombre orinaba contra la fachada de un edificio. Otro vecino, al verlo, lo amonestó:

—¡Oiga, no se puede hacer eso!

A lo que el individuo, forzando un gesto ambiguo, replicó:

—¡Ah, no! Entonces… ¿por qué yo puedo?

Tal vez, el orinante no tuviera clara la diferencia entre poder y deber, algo que otros idiomas ponen más complicado que el español. Sin embargo, llamadme malpensado si queréis, yo me inclino por una explicación mucho más simple: estamos ante un caradura.

Por desgracia, la del protagonista de esta historia no es una actitud minoritaria, la de defender con desfachatez el derecho a hacer lo que a uno le dé la gana. Algunas personas y organizaciones abanderan una idea tan sencilla de entender como ésta: “si puedo, se puede”.

En un momento como el actual, en el que el mercado nos ofrece miles de estímulos para nuestro disfrute, oponerse a tan estimulante y liberadora consigna va contra el progreso, es rancio, viejuno:

—No me diga usted cuántos vasos de vino puedo tomar, qué alimentos me sientan bien, cuál es el límite de velocidad para mi flamante vehículo de 210  caballos, a qué tratamiento he de someterme para evitar que me contagie.

Son los adalides de la nueva libertad, esos que pueden y que, por tanto, no consienten que no se pueda.

Si tú no eres de esos, si no puedes, cállate. Tu opinión es irrelevante, pura frustración, mero resentimiento. No nos fastidies a los demás.

—¡Que no puedo, dice! ¡Ja!