Querido Hugo:

Nunca se me pasó por la cabeza que el artículo que inaugurara mi blog, presentación aparte, fuera a dedicarlo, por obligación y devoción, a una carta como esta, la primera y última que te escribo. Hasta ahora nos comunicábamos por correo electrónico o por teléfono. En lo sucesivo, tendré que hacerlo únicamente a través de tu obra, esa a la que recurro una y otra vez, siempre que mi escritura se despista y necesita de una referencia luminosa para volver a hacer pie y tomar impulso.

No será lo mismo, claro. Echaré de menos las charlas contigo, habladas o escritas, y el disfrute de tus novelas y cuentos recién salidos del ordenador, para mí un regalo que recibía con un sentimiento casi religioso de privilegio. Pero al menos me quedará el recuerdo de tu dulce acento uruguayo, de tu serena y profunda inteligencia, de tu sentido del humor cargado de ironía pero jamás hiriente, de tu cultura libresca, del tamaño del Atlántico, y de tu generosidad, porque jamás perdiste la ocasión de recomendarme autores y obras a los que yo no habría llegado de no ser por ti.

A principios de 2020 volvimos a vernos, esta vez en Madrid. A pesar del frío, tú, Sofía, Covadonga y yo pasamos unos días especialmente cálidos, deliciosos. Tú venías rejuvenecido, con hambre desaforada de historia y de literatura españolas; también, claro está, de gastronomía local. Me acuerdo especialmente de la visita a la casa de Lope de Vega, en el Barrio de las Letras. Observabas cada rincón del inmueble con ojos avispados, casi adolescentes, y tomabas notas mentales para una nueva novela que rondaba tu cabeza. Admirabas de Lope su vitalidad, ese descaro para negarse a la evidencia de su edad provecta. Pero no lo envidiabas, porque tú albergabas ese mismo sentimiento, un deseo incorregible de sacarle el mejor partido a la existencia por venir. Pocas semanas después, por cierto, me enviaste el borrador de tu última novela, Los nombres propios, inspirada en y por la vida de Emir Rodríguez Monegal, un texto excelente, como todos los tuyos, muy documentado, deliciosamente escrito, poblado de personajes fontanianos, tipos que vienen de vuelta, desengañados y lúcidos, espectadores de su propio pasado, al que miran con un punto de neutralidad pero también de añoranza, capaces aún de imaginar un trocito de futuro feliz para sus vidas.

La última vez que nos vimos fue en diciembre, por videollamada. Me hiciste varias observaciones a la novela que te había enviado dos semanas antes, todas pertinentes. Luego charlamos de todo un poco y yo bromeé con tu aspecto porque, acaso por las inevitables distorsiones de la cámara, que nos acentuaban algunos rasgos, ibas pareciéndote, cada vez más, a nuestro ídolo común, a Juan Carlos Onetti, en un proceso de mímesis tal vez fatal. Siempre sospeché, y te lo dije, que la prosa del maestro se había reencarnado en la tuya. Ahora, con tu ausencia, sé que no, que tú eras tú mismo, único, original, irrepetido e irrepetible, un escritor uruguayo de los grandes, nacido para engrosar la extraordinaria nómina de autores necesarios que el Paisito nos proporciona cada cierto tiempo con milagrosa fertilidad.

Te has ido, hermano, y me siento huérfano. Pero no te preocupes, Hugo: te haré caso y seguiré escribiendo aunque ya no estés allí, aquí, para enderezarme los renglones.

Te envío un abrazo rendido, emocionado, eterno.

Manolo