Pido la paz de antemano, porque me tomaré la palabra sin permiso.

En España no se nos educa para mantener buenos debates públicos. Es difícil que en cónclaves no reglados de más de diez personas exista un moderador que, con la sola autoridad de su propio talento, centre la discusión, conceda turnos de palabras, ordene la ideas que van surgiendo y que, al mismo tiempo, sea capaz de interceptar con elegancia las reiteraciones y las impertinencias, esos comentarios rizomáticos que, poco a poco, van escapándose de la cuestión importante y acaban en los cerros de Úbeda. Por regla general, la reunión deriva en chascarrillos y declaraciones que no vienen a cuento, se fragmenta en grupúsculos que organizan sus propios diálogos y termina sin llegar a ninguna conclusión de interés, excepto la de que el Pisuerga pasa por Valladolid. Las asambleas de copropietarios de un edificio de viviendas son un buen ejemplo de lo que digo, pero puedo citar muchos otros, incluso en ámbitos con más enjundia.

Reconozco que, por mi carácter ordenado y pacífico, procuro evitar este tipo de encuentros. Para intervenir, antes levanto la mano y aguardo estoicamente la concesión de mi turno. Casi nunca la consigo, pisado por una horda de tribunos impacientes que, a lo sumo, me dejan pronunciar las tres primeras palabras, para rebatirlas de inmediato:

—En mi opinión…

—¡Aquí no venimos a disertar, tío, sino a hacer propuestas! Por cierto, supongo que…

Como escritor he hecho lo mismo toda la vida: he intentado que se me oyera, pero sin recurrir a los gritos ni a la extravagancia porque no van con mi forma de ser. Prefiero el trabajo serio, constante, tenaz y bien planificado. No me ha ido mal, por cierto. Tengo diez novelas publicadas, varias con más de una edición, incluso de bolsillo, he sido traducido y unos cuantos críticos literarios me reconocen un hueco interesante en el panorama literario español. Se ve que, hasta hace un tiempo al menos, aquí reinaba un orden que concedía turnos de intervención y los respetaban. Algo tendría que ver el añorado fenómeno de la bibliodiversidad.

Sin embargo, creo que mi voz está perdiendo fuelle, no por decrepitud personal —espero—, sino por una suerte de elefantiasis empresarial que amenaza al Reino de la Comunicación con extinguir a buena parte de su flora y de su fauna, especies que, como la mía, no tienen nada que ver con el glamur de los pavos reales, el misterio de las mantis religiosas o la mitología de los linces ibéricos. Yo, por ejemplo, soy más de la microbiología: me interesan los bichitos pequeños y sin prestigio.

Hoy estreno mi propia página web. Confieso que lo hago con cierta aprensión, pero empujado por el empeño de no dejarme vencer. Sé que internet es, precisamente, lo más parecido a una asamblea de vecinos, pero mucho más grande; un territorio salvaje, sin reglas, en el que toda incursión supone una aventura de final incontrolable. Aquí sí que levantar la mano no sirve para nada. Nadie me concederá el turno. Tendré que ganármelo, eso sí, con los recursos de mi carácter —el orden, el sosiego, el respeto—, aunque sin eludir la polémica y el cuerpo a cuerpo. 

No sé cómo me irá. Seguro que alguien ya me habrá acusado de petulante. ¿Tan importante es eso que quiero decir que me lleva a asumir tamaño riesgo? Pero no, no se trata de engreimiento, creedme. Admito que mi voz no sea imprescindible. En cambio, sé que vivo tiempos liminares. Y, en estas circunstancias, la gente como yo es incapaz de aceptarse en el silencio. Se trata de eso.

De modo que, parafraseando a mi admirado Blas de Otero, desde hoy pido la paz de antemano, intuyendo lo que me espera, mas la palabra me la tomaré sin permiso.

Hasta la próxima, pues, queridos amigos.