Últimamente vengo observando que la gente habla mucho con sus mascotas. No me refiero a esas frases, normalmente breves e imperativas, del tipo “¡Siéntate!”, “Espérame aquí sin moverte” o “¡Venga, corre!”. Hablo de conversaciones con cierta complejidad, que incluyen oraciones subordinadas, ironía, subtextos y hasta referencias literarias.

Esta mañana escuché a una señora que parecía amonestar a su perro con estas palabras:

—Mira, Adolf, supongo que no piensas que, después de lo que nos hizo tu madre, estoy yo para bromas.

A lo que Adolf respondió con un largo aullido.

Como tengo buen oído, repetí el grito del animal ante el micrófono de Google y me salió que se trataba de un fragmento de la Sonata número 2 en Fa mayor KV280, de Mozart.

Llegué a la conclusión de que el perro no había entendido el mensaje de su dueña, incapaz de comprender sus tribulaciones. Falta de empatía, tal vez. Eso, o que el animal tenía una jeta que se la pisaba.

Cría cuervos.